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La abuela dice que la lluvia nos romperá la cabeza.
No salgas a la calle cuando llueva, niño inquieto.
Dice: - ¡No te laves la cara en los espejos cuando haya truenos!
Cuando es de noche no te asomes a las calles, el diablo merodea y ve tus ojos.
Y tenía razón la anciana. Elocuentes locuras.
Atardeció de nubes intempestivas. Yo me sentí de pronto, ultrajado.
Siempre pregunte el por qué nadie jugaba a las escondidas bajo la lluvia
y decía divertirme ver el agua roja correr hacia el vacío.
Ella decía: - ¡Están matando cerdos!
Me bañaba con mi madre y en ciertas ocasiones de tormenta me pareció inmóvil en el espejo gracias a los truenos.
Y la abuela decía: - ¡Que la muerte! Y ahora lo entiendo.
La lluvia siempre parece un suceso interminable.
Ojos absorbidos por la carne, los relámpagos dan su golpe de estado.
Yo me observo en el reflejo y tiemblo.
No puedo dormir. Parece ser una gracia, querer permanecer en un sueño.
Recuerdo. Que debo alzar mis plegarias al cielo.
Pero no puedo dormir y me quedo muy quieto alejado de las cosas: Pasos, gemidos, otros sueños que escucho, otra mente.
Es ahí cuando ella se ríe de mi miedo sobre su mecedora a las tres de la mañana, sabe que desobedeceré y que me asomaré por la ventana.
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