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Convocatoria séptimo volumen

 

Historia Corta - Las ojas secas que deja otoño

Sinopsis: Narración de un hombre que viaja a la ciudad en donde creció para pasar unos días de asueto. En ella conoce a una mujer extranjera de la cual queda seducido por su belleza física. A consecuencia de este encuentro la historia da un giro de misterio y suspenso que revela algo del pasado del protagonista.


VOLVÍ A LA CAPITAL DEL ESTADO de Campeche esta vez acompañado de mi amigo Ricardo y Rubén, su primo, con quienes no sólo compartí el viaje, sino también las comidas y el hotel de descanso. Durante el trayecto habíamos hablado sobre nuestros planes cuando aterrizáramos en el aeropuerto Ongay. Yo había decido quedarme todos los días de asueto en la ciudad y tal vez visitar viejos amigos; ellos dos en cambio, partirían a Cancún apenas terminaran sus negocios con un hombre que decían era importante y rico. 


  Llegamos martes, y el miércoles nos despedimos como habíamos quedado. Después de un par de días deambulando por la ciudad, noté que había mucha afluencia de turistas nacionales y extranjeros. Me enteré por el diario local que el estado había tenido un crecimiento turístico en los últimos tres años. Por este motivo y otro más, decidí pagarme un paseo por la ciudad y los municipios. Me dirigí entonces a la Casa 6 ubicada frente a la catedral de la purísima concepción, en el centro de la ciudad. Allí pedí información por tours locales y al resto del estado. Sin embargo, la mujer que me atendió no tuvo el interés de informarme satisfactoriamente; habrá notado rasgos muy característicos de la región en mi rostro. Se limitó a preguntarme qué es lo que yo quería hacer o a dónde quería ir. “Eso es lo que quiero que me ayudes a decidir”, le contesté. La mujer bajó la mirada y empezó a buscar folletos por todos lados del escritorio. En ese momento sentí que perdía mi tiempo ahí parado. Me retiré sin esperar la información y estaba a punto de abandonar el lugar cuando observé una biblioteca por uno de los pasillos de esa gran casa estilo colonial. Di la vuelta y me dirigí a ella para enterarme de alguna novedad literaria.


“Son obras de campechanos y nacionales”, me dijo el hombre del mostrador. Busqué por casi treinta minutos algún libro que me pareciera interesante leer durante esas vacaciones, pero tardé en decidirme ya que ningún autor me parecía familiar. Decidí entonces dejarme llevar por la pequeña introducción que ofrecía la contraportada.


De igual forma junto a mí recorría la librería una mujer extranjera. La había observado antes recorrer el recinto junto a un grupo de italianos, pero al parecer se había despegado de ellos y se hallaba sola. Compartíamos casi la misma estatura y le calculé no más de treinta años de edad. Observé que su cabello además de corto y rizado, era del mismo color que sus ojos, el color que se haya en las hojas secas que deja noviembre en el suelo. “Hojas secas, hojas secas”, pensé en voz alta y ella por primera vez me miró. Imposibilitado —ya de nacimiento—, para sostener miradas y esbozar sonrisas veraces, bajé la cabeza en un acto de cobardía y seguí mi búsqueda ante el montículo de libros que se hallaba a mi costado. Antes de huir de su rostro, advertí sus labios en forma de arco, medianos y de color rosa. Su tez pálida la imaginé divina con sólo verla por unos segundos y sentí el fuerte deseo de acariciarla, aunque fuese una sola vez. Más adelante comprobaría que esta no era esta tan maravillosa como la había fantaseado, sino era del mismo modo que el resto de su piel, muy normal y descuidada. Sin embargo, nunca me había dejado seducir tan rápido por el físico de una mujer y en esos instantes meditabundos fruncí el ceño al darme cuenta de lo que estaba pasándome.


Ella se acercó lentamente hacia donde me encontraba mientras yo trataba de apartarme apenas buscara cómo, ya que todavía no sé cómo actuar cuando una persona bella está cerca de mí. En esos segundos, el hombre del mostrador me salvó: “Este es nuevo. De Mónica Olivares”. Aquello era poesía, pero aun así lo compré. “Me lo llevo”, le dije. Aunque él no quiso terminar su venta ahí y me ofreció los libros de etiqueta naranja. Probablemente eran los que menos se vendían. Agarré un par de novelas: una de ellas era de un tal José Kan y la otra la agarré sin advertir el autor ni la trama.


Salí del lugar rumbo al hotel en donde me hospedaba. ¿Habrá sido su suerte o la mía? ¿Coincidir en el lugar en donde me diplomé como hombre execrable hace algunos años? Puedo decir que sus ojos eran todavía más bellos estando fijos hacia el cielo.


El hotel estaba cerca de la costa. Solicité una habitación que diera exactamente enfrente del mar para acompañar la vista en mis horas de lectura y soledad. Durante las siguientes veinticuatro horas no salí del hotel, siquiera para probar algún platillo local. Me conformé en cambio, degustar el bufete que ofrecía el hotel y acabé de leer la novela que había comprado sin haberme fijado de que trataba. Los quienes era el título y la trama giraba en torno a un escenario pos apocalíptico en una ciudad con características muy similares a donde me encontraba. Después me puse a pensar por muchas horas en la mujer italiana. ¿Había acaso alguna oportunidad? ¿Tenía caso pensar en lo que pude haber hecho para no alejarme cobardemente? Era la situación eterna a la que me había condenado desde que era un estudiante. Siempre teniendo la timidez por delante para luego pensar en lo que en realidad podría haber hecho. Pero, ¿era este el perfil que me describía con certeza? ¿Era yo en realidad esta persona retraída e indecisa o era todo lo contrario? La familia de Alessia no perdonaría jamás al conocerme quién era yo en realidad.


Por la noche decidí llamar a Ricardo, que ya se encontraba en el puerto de Cancún, en un hotel frente a la playa. Le dije que yo también tenía al mar frente a mí, aunque vacío de gente, restaurantes, arena, lanchas y diversión. Me dijo que Campeche era una ciudad para dormir y por mi obstinación no quise acompañarlo a unas mejores vacaciones. El motivo de mi llamada era para compartirle que me había atolondrado una mujer italiana y que no lograba sacarla de mi mente desde el momento que la vi en la librería. Sin embargo, mi amigo estaba ya casi pasado de copas como para desperdiciar mi confesión sin recibir un consejo a cambio. Luego de colgar, bajé al restaurante para cenar. Después de comer vería si existía ya algún tipo de vida nocturna en la ciudad. No fue necesario averiguarlo: no me había percatado que en el mismo hotel se hospedaban los turistas italianos con los que me topé ese día en el centro de la ciudad, entonces, “si ellos están aquí, ella también”, pensé e hice por hallarla por todo el hotel. En el restaurante, en la terraza adjunta, en el lobby, en el mezzanine, por último, en el bar, pero no di con ella. Alessia gustaba de estar mucho tiempo sola. A pesar de que viajaba todo el tiempo acompañada, sobre todo a Latinoamérica y al caribe, prefería muchas veces separarse y descubrir los lugares por sí misma. No gustaba de guías, y había sido una excepción que me aceptase a mi como tal. “Pareces buena persona”, me dijo rumbo a Escárcega. En efecto, es lo que siempre he parecido.

La encontré, o me encontró por accidente, en el ascensor. Qué momento más incómodo, al final la tenía cerca de mí y sin poder hablarle. Me alegró el hecho de que haya sido ella quién habló primero. Después un hola, lo más natural que pude y el atrevimiento de confesarle que la había visto antes en una librería del centro. No reparé en el hecho de que posiblemente no hablaba el español y por unos segundos me sentí más estúpido.


— ¿Enserio? No te recuerdo.

Hablaba perfectamente el idioma.

  • Me gusta comprar libros cuando llego a lugares que no conozco.

Le dije que compartíamos la afición por la lectura.

— ¿De dónde eres?

Contesté que venía del centro del país sólo por unos días, aunque ya había estado antes aquí. Que tenía la intensión, al igual que ella, de recorrer la ciudad en soledad en los próximos días.

— Este es mi piso, nos podemos ver mañana.

Le dije que estaba encantado. Pregunté si podríamos salir después del desayuno.

— Está bien. Creo que sí, me llamo Alessia.

Le dije que era un gusto conocerla y le di de igual manera mi nombre.

—Mi padre también se llama Mario. Es un nombre de origen italiano.

Sonreí y le dije que tal vez así es. Nos despedimos y yo volví a mi habitación con la mente en campo de batalla.


En la palidez de su piel se aprecian fácilmente las heridas de las yerbas secas del espinoso camino. Se dejan ver arañazos por los muslos y los brazos. En su cara hay dos puñetazos marcados. Con todo esto, no deja de ser hermosa.


A la mañana siguiente, luego de desayunar, nos dirigimos a la estación de combis ubicada a un costado del mercado principal. Allí compramos dos boletos rumbo a Escárcega. Después veríamos si sobraba tiempo para ir a Candelaria, otro municipio del estado.


— ¿Me apartaste los lugares? —pregunté a Héctor, el hombre al que había llamado desde el hotel para asegurar los boletos y quien también sería el chofer del viaje. — Claro que sí —respondió sonriente—, son dos lugares en la parte de en medio. Lugares 5 y 6.


Para cuando abordamos el vehículo ya habíamos entablado una prolongada conversación acerca de su ateísmo militante. ¿La razón? Un crucifijo de plata que llevaba conmigo en el cuello desde hace ya algunos años, y que realmente no sabía quién me lo había obsequiado. Yo encajaba, según ella, en el estereotipo de mexicano católico, adorador de santos. Intenté defender la idea de dios a partir del teísmo, pero me fue inútil. No sabría explicar si ella acaso derrumbó mis argumentos o si sólo le di la razón para finalizar la plática y pasar a otro tema. Yo no quería —ni podía— quitar mis ojos de los suyos. Ella habrá notado lo cansado que me iba poniendo al escucharla hablar sobre el mismo asunto y en vez de eso, no dejaba de ver cada uno de sus gestos y ademanes de una manera casi atolondrada. Decidió entonces finalizar la plática tajantemente y se acomodó en el asiento, junto a mí.


Llevaba pantaloncitos color marrón y una blusa de popelina del mismo color. El combinado hacia juego con sus hermosos ojos, como las hojas secas de los meses de otoño.


— ¿Cuál es el plan, Mario? —me preguntó.

—Llegamos, visitamos el jardín botánico y después la laguna Silvituc.

— ¿Y veremos también la ruina maya que me comentaste?

— Claro, lo olvidaba. Se llama Chol-ha (esto era mentira, pero de lo contrario no pensaba viajar al municipio en cuestión si no visitaba algún lugar maya).

Durante intervalos del trayecto, Alessia veía que me acercaba a Héctor y platicábamos brevemente. Entonces, aprovechaba a abrir su teléfono móvil y escribir.

— ¿Cuánto falta para llegar? —me preguntó.

— Menos de una hora.

La combi había hecho parada en el primer pueblo y habían bajado la mayoría de pasajeros. Quedábamos sólo ella, yo y una pareja de ancianos que llevaban un morral con ropa y comida cada uno.

— ¿Te he dicho que me gustan muchos tus ojos? —le pregunté con más confianza. Después de mirarme por unos segundos me dijo:

— Lo sé, no dejas de verme fijamente desde el hotel.

Llegamos al segundo pueblo del trayecto y la pareja de ancianos se bajó. Alessia miró su teléfono mientras me acercaba a Héctor.

— En este lugar no tengo señal —dijo, con un tono de incomodidad—, cómo puede vivir la gente en este lugar así.

Me acerqué a ella e intenté besarla de un impulso. Ella reaccionó con sorpresa, pero luego de unos segundos de mirarnos fijamente nos besamos.

Sus labios sabían a arándano estando viva, pero esa sensación de sensualidad y frescura de un beso apasionado no se compara con unos labios fríos e inmóviles. Puedes hacer con ellos lo que quieras.


Nuestro chofer nos miraba por el espejo retrovisor de vez en cuando. A pesar de que Alessia y yo nos dimos cuenta de su morbosidad, lo ignoramos deliberadamente hasta que el vehículo se detuvo en una encrucijada.


 — ¿Ya llegamos? —preguntó ella mirando por la ventana.

Ni el chofer ni yo contestamos. Hubo un rato de silencio y después Héctor tomó el camino de la izquierda.

— Ya mero llegamos —le contesté mientras colocaba mi mano sobre su muslo derecho.

El teléfono móvil seguía sin señal y yo sabiendo desde el principio que no la habría hasta que entráramos a la ciudad, no revisé siquiera el mío. De pronto, el camino se hizo más angosto y pedregoso. Llegó el momento en que el vehículo tuvo que detenerse al encontrarse frente a un gran bache lleno de agua. El motor se apagó, Héctor bajó del vehículo lentamente ante nuestras miradas que no le quitábamos de encima. Caminó para abrirnos la portezuela y dijo:

— Ya es hora.


En ese instante la tomé del cabello y la arrastré hasta la yerba húmeda que estaba a nuestro costado. Héctor se adelantó para abrir el camino mientras Alessia intentaba gritar con fuerza que la soltara. Cuando sus gritos se hicieron insoportables Héctor se detuvo y sacó una pistola de un color plomizo de su pantalón con la cual apuntó a su cabeza y la amenazó para que dejara de pedir ayuda. Una nube oscura se puso sobre nosotros avisando que un aguacero era inevitable. Nos dimos prisa y llegamos ante un frondoso árbol de ceiba en donde fue ultrajada, violada y golpeada hasta quedar exánime. Los detalles de estos actos me los reservo hasta el día de hoy.


Para cuando finalicé mi condenable acto nuestros cuerpos se limpiaban de cualquier rastro visible gracias a la lluvia que nos bañaba. Minutos después, llegó la tristeza y la sensación de arrepentimiento que, cuando más grande es el placer de la acción más grande es después el sentimiento de pena. Dejamos a Alessia junto al árbol con los ojos hacia el cielo y yo no volví a ver ni a hablar a Héctor. Tampoco volví a mirar las hojas secas de otoño sin acordarme de ella.


Al otro día en el hotel llamé a Ricardo. Por la bocina se escuchaba algún tipo de festejo y diferentes voces.  

— ¿Están de fiesta? —pregunté.

Me contestaron que todos los días eran de fiesta, en la playa, en el bar o en la habitación de hotel. Era el principal motivo de sus vacaciones.

— Creo que te has pedido de una verdadera y sana diversión —Me dijo Ricardo. Y en parte, era verdad.

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