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Convocatoria séptimo volumen

 

Historia Corta - El anciano

Me compadezco del triste anciano. Estuvo solo en su primer soplo de vida. Un instante de conciencia definitiva, de soledad. Dio forma a lo que lo envolvía, a sus alrededores, su hogar, sus jardines, todo a su gusto, conforme su idea de belleza, de todo ello que lo movía. Las habitaciones de su casa eran cientas o miles, y había conjuntos de cuartos aledaños que se conectaban entre sí. En conjunto, espacios en apariencia cerrados en sí mismos y en los lugares semejantes aledaños. Puso ahí pequeñas piezas autónomas, semillas fértiles, y algunas cuantas chispas. Todo ello planeado para lograr algo, al tiempo que experimentaba con lo que tomaba forma. Su curiosidad era infinita, y más aún el placer por sus logros.


Sin embargo, no había nadie más que los admirase. Peor aún, seguía solo. El hogar, sus cuartos, decoraciones y jardines estaban aún vacíos, pues sus habitantes se movían por el motor, no por conciencia o voluntad. El anciano había hecho todo conforme su propia imagen, más nada tenía esa visión, ese reflejo de sí mismos por medio del cual conocerse, o conocer el mundo. Seres que tan sólo se movían, vivían sin saberse. Entonces, el anciano eligió algunos a los que les dio un brillo, con el cual serían sensibles de sí mismos y del mundo. Nacieron entonces los Perfectos armatostes, la amada creación del anciano. Sin embargo, el viejo tenía muy en claro que, al igual que todo lo demás, los había formado para no estar solo, para ser reconocido y admirado por su labor. Sus Perfectos armatostes serían la representación de sí, de sus deseos. Para ello les habló, y les mandó una serie de leyes, con el fin de que se amaran entre ellos, y, más importante aún, lo amaran a él sobre todas las cosas.


Los Armatostes no tardaron en fallar en los mandatos de su creador, se amaron más entre ellos. Endurecido, el viejo los aplastó a palazos. Entonces formó otros, muy parecidos a los anteriores, con los mismos mandatos, aunque ahora advirtió a sus pequeños que la desobediencia había traído ruina y deshonra a otras criaturas como ellos, ingratas que habían conspirado contra su creador. Estos también fallaron en sus mandatos, más no en el principal, seguían amando al viejo en más que a sí mismos y a todo lo demás. Su falla fue tan sólo el verse a sí mismos sin el velo de su creador, lo que asustó al anciano ¿Acaso dejarían de amarlo? No, los castigaría sacándolos del jardín,   les demostraría que aún les tenía misericordia al permitirles vagar por la casa, y, para que no estuvieran solos, los vigilaría todo el tiempo. A su vez, movió sus mecanismos para que pudieran aumentar el número de seres semejantes, a través del contacto entre estos nuevos mecanismos. Dos tipos de éstos, de los cuales algunos se desarrollarían con un tipo u otro, según las piezas intercambiadas al momento de la unión. La casa era demasiado grande para los armatostes, así que éstos estarían limitados a un cuarto, pues eran muy pequeños y cada habitación tan grande que podía guardar millares de ellos. En esta ocasión también se aseguró que las piezas de los Armatostes dejaran de funcionar después de un tiempo, y cómo éstos no sabían cómo repararse a sí mismos, ni menos cómo evitar el cese total de su funcionamiento, existiría la esperanza de vivir por siempre en el taller del viejo, dónde podría reconstruirlos. Esa era su esperanza. Con ello estaba seguro que lo amarían más.


Ante su finitud, a los Armatostes les gustaba contar historias que se mantendrían cuando ellos ya no estuvieran.


Satisfecho de cómo se daban las cosas, el viejo construyó otros armatostes y los colocó por grupos en otros cuartos. Todos y cada uno de ellos tenían en común una ventana que daba al jardín, pero ninguno podía atravesarla. Desde ahí les hablaría y observaría. El viejo, feliz, siguió construyendo.


Tiempo atrás había creado Autómatas ciegos que no podían hacer otra cosa que servirle, ayudarle a construir herramientas para seguir construyendo. A su vez, éstos Autómatas desecharían los productos defectuosos.


Ocurrió un día que, en una de las habitaciones,  los Armatostes se hicieron muchos, siguieron todos los mandatos para no dañarse entre ellos, e incluso fueron más allá, creando sus propios decretos. Inventaron formas para reparar sus piezas rotas, aunque no sabían cómo evitar el cese total de sus funciones. Tarde o temprano todo iba fallando y se hacía imposible de reparar. Se fortalecieron, se valieron de los objetos del cuarto y formaron grandes construcciones y medios para facilitar sus vidas. En otros cuartos ocurría algo semejante, más en ningún otro se hallaron en auténtica unión los Armatostes. Por tanto, este fue el único sitio dónde lograron construir una torre tan grande que llegaba hasta la ventana que daba al jardín. Se escuchó la voz del anciano, diciéndoles que se detuvieran. Ellos no hicieron caso. Intentaron llegar al jardín.


El viejo, enfurecido, mandó a sus Autómatas a destruir la torre, así como otras de sus edificaciones. En cuánto lo hicieron, todos los Armatostes que estaban en la torre, y en los otros templos y edificios, fueron aplastados. Después de ello, los Armatostes, enfadados, odiaron al viejo. En consecuencia, construyeron un objeto lo suficientemente pesado y duro para romper la ventana; armarían de nuevo su torre, subirían y romperían el cristal para así hablar de frente con su creador.


Al ver esto, el viejo enfureció, la osadía y vanidad de los Armatostes había sido excesiva. Debía ser más duro con ellos. Mandó a uno de sus Autómatas con un mensaje para uno de ellos, al cuál daría la oportunidad de sobrevivir a la destrucción de los Armatostes, lo llamaría su Cacharro. El Cacharro era temeroso, más aún después de la destrucción, y el nunca había dejado de amar al viejo, a pesar de su inclemencia. Al llegar el Autómata, le dio el mensaje de que todo sería destruido, por lo que el Cacharro debía elegir a otro Armatoste como él, que fuera digno de dar continuidad a los suyos. También debía elegir dos de cada una de las variedades de Figurillas móviles, que quedarían después del fin. Así, el Cacharro y los suyos se refugiarían en una gran hoja construida con papel y madera, ésta flotaría en cuanto el viejo inundara el cuarto. El Cacharro siguió las instrucciones sin errar ni omitir nada. Al terminar, el viejo comenzó a inundar el cuarto, arrojando agua desde la ventana por medio de los canales de riego del jardín. La presión era tal que la fuerza misma de la caída aplastaba los Armatostes, el tamaño de los canales tampoco daba oportunidad de escapar, ni lugar para hacerlo. Tanta era el agua que se coló por la grieta de la puerta hacia otras partes de la casa. No sé inundaron los otros cuartos, pero en los aledaños llegó el agua. Así, entre los Armatostes de estos sitios llegó el rumor de la furia del creador, o en otros de la lucha entre sus señores creadores. El agua acabó con todo lo hecho por los Armatostes, y acabó con la totalidad de los que se hallaban en ese cuarto, tanto rebeldes como no rebeldes, excepto por el Cacharro y los suyos, ocultos en el barquito en forma de hoja. Al terminar el desastre, el Cacharro y los suyos saldrían a repoblar el cuarto, sumisos a la voluntad del viejo.


Los Armatostes nunca volverían a estar unidos como antes, y los castigos del viejo no volverían a ser tan graves, ni nadie volvería jamás a levantarse contra el viejo. Todo estaba bien para él, sus Armatostes, los de ese cuarto, volvían a armarlo. Pasaría el tiempo y los Armatostes crecerían y lucharían entre ellos, tomarían control de los rincones del cuarto, se destruirían entre sí con tal de expandir el poder y dominio que ejercían sobre sus semejantes. En casi todos los casos, usaban como argumento de lucha la voluntad de su creador, o los atacados imploraban piedad por parte de éste, o algún tipo de auxilio. No obstante, nada pasaba, el viejo no intervenía, pues temía hacerlo y dejar de ser amado, además, no sabía cómo hacerlo sin acabar o tener que construir de nuevo a cada uno de sus pequeños Armatostes. Para colmo, el viejo envejecía aún más cada día, ya le costaba trabajo moverse y seguir trabajando. De todos modos quería, más y más, ser amado, por lo que seguía construyendo. Mucho de su trabajo lo hacían sus Autómatas en lugar de él.


Poco a poco, los Armatostes se sentían más y más abandonados por su creador. Algunos se extendieron fuera de su habitación, para ir a los cuartos aledaños, dónde conquistarían y tomarían el control. Estos les llevaría tiempo, lapso en el que muchas de las pequeñas figurillas serían destrozadas, también las habitaciones sufrirían daños, ya que los Armatostes necesitaban de las cosas de cada cuarto, como recurso para seguir construyendo, expandiéndose, y poder reparar sus partes. ¿Esto preocupaba al viejo? Sí, pero ya no le importaba. Con el tiempo se había decepcionado de sus propias creaciones, y el amor ya no le bastaba. Aparte del olvido creciente en su mente. Ya no recordaba como había empezado todo ni que lo había motivado a crear sus Armatostes. Se preguntaba si en alguna parte había más como él, algún viejo o vieja, o alguien un poco diferente, más joven, quizá.


Tras el paso de los muchos, los Armatostes olvidaron los primeros tiempos, comenzando ha dudar de que tenían un creador. Quizá nunca habían sido creados, tan sólo formaban parte del mundo. Aún así se aferraban a su fe.


Soledad y delirios eran la vida del constructor y los construidos.


Entonces el viejo murió.


El olor del cadáver se extendió por toda la casa, mientras las hierbas del jardín la infestaban y envolvían el cuerpo del anciano. Los Armatostes no podían oler algo que no estuviese hecho de la misma materia que ellos, por lo que no se percataron de lo que pasaba, tan sólo sabían que había más bichos que nunca. Entonces, en muchas de las habitaciones, los Armatostes declararon la muerte de su creador. Así decían: “El Gran Constructor ha muerto”, “Murió desde el principio de las Eras”, “Ahora existimos nosotros y nadie más”. Cómo era de esperarse, hubo quiénes lo negaron, y entre quienes aseguraron la muerte de su creador, algunos perdieron el sentido en sus vidas, otros lo buscaron a través de sí mismos, de los mismos Armatostes.


Se dieron guerras ideológicas, al igual que batallas a muerte, encarnadas. Muchos Armatostes fueron destruidos. Se inventaron nuevos conceptos del Creador, nuevas ideas llegaron a sustituir el sentido que antes la vida del anciano les daba. Cada quién debió hacerse cargo de sí mismo, cómo había sido desde el principio, pero ahora ya no tenían una excusa para no hacerlo, ni un mandato de amor obligado. Claro que muchos Armatostes no tardaron en sustituirlo por la adoración al lugar al que pertenecían, a los pueblos que habían formado y en algunos casos a sus formas de intercambiar y producir medios. Algunos decían adorarse a sí mismos, cuando en realidad adoraban a los otros conceptos. Nadie conocía en verdad el valor de sí mismos, pues no se lo habían dado, por tanto no había tal. Amaban algo que no podía ser amado, habiendo sido condenados a amarlo por encima de todas las cosas, por encima de sí mismos y de sus semejantes.


Hubo entre los Armatostes quiénes enarbolaron el amor a su propia especie, algunos con el apego al amor hacia el creador, otros tan sólo a los Armatostes. Algunos se dijeron hijos del Creador, y de ellos hubo muchos. Sacrificados, mártires y peleadores, cómo antes había sido, seguía siendo. La inteligencia y la razón fueron adoradas, aún así los Armatostes hallaban motivos para distanciarse, diferenciarse y rechazarse entre sí. La paradoja de los Armatostes era su necesidad de unión, aunada a su tendencia a destruirse entre ellos. No pasó en todos los cuartos, pero sí en buena parte de ellos. Cierto además, que la constante era la incapacidad de mantenerse fuera de conflicto, tanto entre ellos como con el mundo. Quizá era que al momento de ser armados, cada uno de los Armatostes había sido creado como algo separado. Nacían en un grupo, pero, de fondo, el hecho de la conciencia los hacía solitarios. El saberse a sí mismos era por ende una separación implícita. De ahí, en buena medida, la lucha y la competencia entre semejantes, también el desasosiego. Los Armatostes ya no podían amarse entre sí ni amar a los demás, a causa del magno amor a su creador, por encima de todo lo demás. Cómo todo amor obligado, amor falso en todas su palabras y manifestaciones, en cada acto.


Aún así creían en el amor, un sentimiento existente en ellos. Presente, siempre desconocido. Nunca podrían entenderlo.


Buscaron entonces, en otros conjuntos de habitaciones, a su creador o creadores, o a seres cómo ellos, para saber que no estaban solos, a pesar de que tales viajes eran arduos y casi imposibles, por lo que no podían avanzar demasiado. De todos modos, en distintos lugares, los Armatostes se habían destruido entre sí, dejando cuartos vacíos, repletos de piezas rotas, sueltas y sin sentido.


Cada uno de ellos se beneficiaba por separado de sus actividades, habían desarrollado medios para producir, incentivar la construcción y el desarrollo de sus pueblos, al igual que un mercado fructífero. Algunos entre ellos ponían a trabajar a otros, entonces el trabajo oprimía o dignificaba según las condiciones del mismo, siendo que algunos Armatostes se valían del trabajo de los otros. El abuso de los recursos puso sus existencias en riesgo. De nuevo, eran causa de su propia destrucción.


Pronto descubrieron cómo crearse a sí mismos, a través de componentes en  las habitaciones que también estaban en sus cuerpos. Se sintieron creadores y se sintieron malditos, todo ello no los llevó a ser los constructores que aspiraban ser, cómo semejantes al creador, sino a dudar más y más, en que un creador alguna vez hubiese existido.


Sobre la memoria del dios muerto, los Armatostes se habían olvidado de sí mismos desde su primer soplo de vida.  Tanto el uno como los otros habían nacido para la muerte.


En algún momento, un Armatoste escribió la historia de viejo constructor que, en su soledad, había dado forma a unas figuras vivientes, quizá para entenderse a sí mismo, o para poder ser amado. En un lugar que el mismo había armado. Se contaba lo sucedido con dichas figuras, estos Armatostes,  un ciclo sin fin, tan ambiguo como su creador, el cuál eventualmente moría.


Al pensar en esa historia, me compadezco del triste anciano.

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