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Resumen: Breve relato narrado en primera persona, de ese “alguien” que puede ser cualquiera que ha tenido que volver a empezar o cambiar su rumbo. Donde los recuerdos y experiencias vividas la ayudan a sostenerse, hacer sus días luminosos a pesar de las nubes.
Cuando tenía treinta y siete años volví a la adolescencia y, me refiero en este sentido a que tuve que vivir bajo las mismas circunstancias que muchos de los adolescentes que migran a la ciudad para estudiar. Mi “hogar” se limitaba a una habitación, una de otras tantas, de una casa de huéspedes; mi régimen dietético variaba día con día según el menú que me ofrecían los puestos de comida afuera de la universidad. Algunas veces salía con mi carrito de ruedas para hacer las compras en algún tienda de autoservicio o en el mercadito de la esquina para tratar de cocinar algo distinto; la despensa era el closet o donde me quedaba lugar entre mis ropas, pasaban días y al buscar un par de medias me encontraba con una lata de frijoles.
Los fines de semana no siempre me iba a la casa de mi mamá, todo dependía de mis actividades, de mi estado de ánimo, de mi ¡vida social!, y si la quincena me lo permitía. Cuando las circunstancias lo hacían posible, era desde el jueves que pensaba y organizaba mi partida.
Por la noche suena el teléfono y una voz me decía ¿qué quieres que te prepare? Era mi madre que con el simple hecho de preguntármelo mi cerebro evocaba aromas y ya me veía saboreando su sopa de fideos con alitas de pollo.
Así el esperado viernes llegaba y me presentaba en la universidad arrastrando mi maleta. Al paso de los años para mis alumnos era bien sabido que llegar con maleta era pasar el fin de semana en casa de mi mamá. Sus preguntas respecto a ese “ritual” llevo a que les platicara mi gran ilusión y placer de comer un gran tazón de sopa de fideos: Ese rico caldito de pollo sazonado con jitomate y cebolla dándole un sabor acidito rico, ¡rico! Un diente de ajo, que no es muy de mi agrado, pero al estar sumergido entre el caldo parecía más guapo y hasta sabroso. Esos fideos con unas cuantas gotas de limón se deshacían entre mi lengua y el paladar, entre cucharada y cucharada chuparme los huesitos de esa alita tan gorda de tanta carne y pellejitos. Cuando sabían que me iba de fin de semana con mi mamá todos al unísono decían ¡le toca sopa de fideos!
¡Hace tanto de eso que al recordarlo me provoca una gran emoción pues, se comparte otras cosas además que los libros con los muchachos!
Tengo muchos años que no cocino en realidad así que en el caso de la sopa de fideos creo que me sobran los dedos de una mano para contar las veces que la he hecho, pero es algo que no me quita el sueño pues así fuera la mejor nunca sería la sopa de fideos de mi mamá. Esa sopa era mágica, sanadora, consoladora, elixir de felicidad; esa sopa no solo me saciaba el hambre, esa sopa me acariciaba el alma.
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