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Convocatoria séptimo volumen

 

Historia Corta - Tenemos que hablar

Cuando abrió los ojos, aún podía sentir el frío metálico invadir su calidez.
Carolina, despertó sintiendo esa tristeza escurridiza que ya no la abandonaba, ni siquiera en los terrenos del imponente Morfeo. Era ya, lo mismo si se quedaba despierta o no. Los senderos líquidos recorrían sus mejillas y ese vacío que le apretaba los intestinos, parecía no tenerle piedad.
Su mente mordía con fiereza el recuerdo de la sangre que la llenaba de culpa, que no la dejaba respirar con libertad. 
A lo lejos del borde de su cama, brillos y brincoteos de una pantalla anunciaba a Mamá, se repetían al ritmo de una melodía que ella había elegido y que, sus oídos no alcanzaban a distinguir. Parecía que el sentido del sonido la había abandonado. Estiró una mano, lejos de su posición enroscada y perdida entre almohadas sólo para finalizar la llamada sin contestar.
La memoria de ese cuarto blanco y cortinas azules la estiraba y contraía como una ventosa que la revolvía. Como si la extremidad de un calamar gigante la quisiera elevar sin éxito alguno, así que, el tentáculo lo intentaba de nuevo oprimiéndole la cara y el cuerpo. La sensación de sentirse indefensa la acosaba desde todos los ángulos.
El viento de dicha habitación acababa por aventurarse en su intimidad, más de lo que ella hubo deseado. Apretó los dientes y aguantó. Soportó la mirada de su juez y verdugo de su alma, mientras este le retorció sus adentros para purgarla, para tratar de devolverle su vida, en lugar de quitársela.
Carolina, cerró los parpados y ya no quiso volverlos a abrir. Al final, caminó entre pestañeos cortos y siempre mirando al suelo, acobijada por la vergüenza que le lamía los pensamientos. Los cerraba cada vez más fuerte con cada paso, pues el dolor que le quemaba las entrañas era agudo y picaba como si le hubieran dejado un panal de abejas furiosas en su interior.
Había sido tanta la invasión, que sintió su espíritu ser destrozado como si fuera de papel. Le robaron su esencia de mujer y sintió que su valor se había quedado pegado entre las capas de lodo, que se queda entre las grietas de la banqueta.

Sabía que tomó la decisión correcta, pues en su juventud floreciente, tan sólo veinte, la universidad y su trabajo de medio tiempo como barista del centro comercial cercano a su casa, no le dejaba mucho futuro que ofrecer a nadie más. Pero aún así, eso no borraba la culpa, la tristeza, el ahogo de saliva al respirar.
Había pagado con dificultades su descuido, embellecido y falsificado por promesas que se evaporaron, como agua hervida, en la cazuela de la mentira. Su inocencia había sido degollada mientras ella miraba sin poderlo detener. 
La pantalla volvió a destellar, le avisó con apuro que su presencia, aunque le parecía pequeña en esos momentos, era requerida por alguien más; que para otra persona en el mundo, si importaba y esa, era su madre.
Las lágrimas no dejaban de correr, como si un grifo descompuesto no se pudiera cerrar dentro de sus ojos tambaleantes. Mamá, palabra que la aterrorizaba y al mismo tiempo, la necesitaba más que nunca. El miedo le arrancaba la valentía de la misma forma en la que le habían arrancado al pequeño ser que la abrazó en unión simbiótica.
Tomó el teléfono entre temblores que la hacían querer morir.
-¿Bueno? ¿Mamá? –contestó lenta y temerosa. 

–No, no estoy bien –dijo llorando- Tenemos que hablar.

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