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Resumen:
El cuento explora un
tema recurrente en la ciencia ficción: el apocalipsis. Sin embargo, la ciencia
no es la que origina ni explica ni resuelve la situación, lo es la magia y lo
sobrenatural. Con un inicio en el origen del universo, el clímax se centra en
un futuro no tan lejano y la batalla de un científico para descubrir y
remediar la muerte provocada por unos seres milenarios. Las ciencias blandas,
argumento, no pueden separarse de las ciencias duras, ambas son dos caras para
explicar la complejidad del universo.
Palabras clave: ciencia ficción
mexicana, apocalipsis, cosmos, religión, futuro, naturaleza
Cuento:
“…surgieron las etiquetas de ciencias duras (ciencias naturales)
y ciencias blandas (ciencias sociales y cognitivas), quedando el marbete de
blando más cercano a lo peyorativo que a lo dignificante, extendiéndose esta
percepción al estatus de sus métodos y procedimientos.”
Guillermo Orozco y Rodrigo González
No tuve un nacimiento
como las criaturas que estaban con nosotros. Tampoco tengo forma ni nombre,
color, textura o alguna otra cualidad suya, no sabía tampoco que ellas las
tenían, pues en la nada no hay algo con que comparar para crear conceptos.
Vivíamos en el vacío,
iluminados sólo por la energía de una esfera a la que tomamos como centro. No
había algo que delimitara afuera de adentro, o arriba y abajo: afuera había
nada y el arriba y el abajo no existían.
Como el resto de los
etéreos, era miembro del consejo que tomaba las decisiones. Cada que era
necesario nos reuníamos por asuntos relacionados a la esfera central, a las
actividades diarias (si es que podríamos llamar actividad a “algo” dentro de
la nada), a las criaturas que nos acompañaban al rededor de esa pieza que
contenía el todo; no se alejaban, ninguno se alejaba, tanto porque no había
dónde alejarse dentro de esa nada como porque el interés de estar en ella ya
había desaparecido.
Una de esas veces, un
disturbio apareció. “Tenemos que decidir qué haremos con las gemelas”,
sentenciaron. Hubo discusión, no recordaba que ellos pudieran discutir donde
la comunicación no podía existir fácilmente pues desviar e interferir en la
luz, y entender esos desvíos e interferencias, era un menester de mucha
paciencia.
Las gemelas eran dos
criaturas únicas, sólo idénticas entre ellas, y no tenían ningún uso ni
destino para los habitantes de aquel no-lugar; su forma, su materia las
convertía en inferiores. Eran un pedazo ordenado de ese todo que se conjuntaba
en la esfera central.
Después de algunas
reuniones, el exilio se estableció con bastantes oposiciones. Había quienes se
habían enamorado de sus cuerpos, de sus extremidades, de su paz. No era fácil
concebir que esos hermosos seres terminaran en ningún lugar, alejados de la
luz que era el todo.
Yo era uno de esos que
les había agarrado un cariño especial, eran de las pocas criaturas que me
hacían pensar que podía haber algo distinto a lo existente. Entonces decidí
utilizar una de las enseñanzas para manipular la luz y la esfera que, si bien
no podía extinguir a quienes han existido siempre, me permitiría aturdirlos y
escapar con ellas, a la nada.
Durante el consejo,
desvié la energía contra cada uno: los esparcía, los comprimía, les impedía
recuperar su indefinida forma lumínica. Fui por las gemelas quienes estaban
listas para la ceremonia de exilio, les pedí paciencia.
Busqué a quien había
propuesto alejarlas, convenientemente estaba cerca de nuestro centro. “Tienes
que aceptar que existen”, reté. Peleamos. Su fuerza contra la mía. Resistió.
Después logré
esparcirlo. Aún no sé cómo pero hice que aquello de lo que estaba compuesto
rodeara a la esfera y su gravedad comenzó a succionarlo.
Fui con las gemelas y
huimos entre la nada, sin una dirección pues no existía. Acababa de dar la
espalda a lo único conocido para vagar eternamente con dos criaturas que ahora
estaban asustadas. Entonces, una explosión. Demasiada luz, demasiada energía.
Comenzó a aparecer la masa: pedazos de roca, pedazos de fuego, gases, chispas,
cristales, metal; cosas, al final eran cosas, con forma y materia, con color y
luz propia, con volumen y textura.
Había creado al
universo, por accidente.
Desde nuestro refugio
en el espacio recién creado vimos formarse a las estrellas, colisionar
asteroides, seguimos galaxias con formas como las que componían los no-cuerpos
de mis compañeros. Llegué a pensar que, como no podían morir, la explosión los
había transformado en esos grandes espirales y esferas y rehiletes llenos de
luz y rocas a montones.
Después de recorrer mi
nuevo universo, les aconsejé a las gemelas buscar un lugar dónde vivir
otra eternidad. “No, no queremos, ¿y si alguien se vuelve a enamorar de
nosotras?”, temblaron.
Alrededor de las masas
que emanaban fuego y luz se encontraban pedazos redondos de rocas, cada uno
distinto, girando. Pocos eran los que les permitirían sentirse en casa. Entonces
encontramos uno de color azul, lleno de otras criaturas diferentes a aquellas
con las que vivíamos, pero igualmente atractivas. El miedo de las dos hermanas
creció, pero también su emoción.
Descendimos en un campo
amplio, suave, algo húmedo. Ellas entraron en las costras de tierra y
sintieron minerales, potasio, hierro. Todo era más grande que sus cuerpos,
también más bello, y eso les agradó. Observamos a quienes vivían allí:
se componían de sangre y carne y comían aquello de lo que las gemelas estaban
hechas. “Aquí no pueden enamorarse de nosotras, nos van a tratar como a
cualquier otra; nos gusta”. Y parecían felices.
Me despedí. Quizá las
vuelva a ver. De vivir en la nada a tener un universo por recorrer hay una
infinita diferencia.
***
Aquí nos llaman
alfalfa. Unos seres de carne y sangre, los humanos, nos empezaron a cuidar,
nos cosecharon, nos dieron forma. Alimentamos a sus caballos, otros seres de
carne y sangre que les ayudaron a viajar por campos y montañas.
Al principio éramos muy
felices. Pero nos enseñaron la crueldad. Habíamos vivido unos años en el campo
–un año es lo que tarda su planeta en dar una vuelta a su sol, una esfera que
nos recordaba a la luz de la esfera central–; después se desató una guerra.
Ellos comenzaron a golpearse, a atravesarse con lanzas, con espadas, con
garrotes. Hubo gritos, hubo dolor; los humanos quedaban sin extremidades, sin
poder ver o sentir, con odio y resentimiento en sus corazones, en esos bultos
de carne que guardaban su alma y hacían correr su sangre, espeso líquido color
vida del que nos bañaron varias veces y el cual nos brindaban como alimento,
sin saberlo.
Fuimos la fuerza de los
caballos que los llevaron a salir, orgullosos, de sus hogares para conquistar
otros. Por eso también llegamos a más territorios. Crecimos en extensas
planicies y altas montañas, de tantos colores y formas, de templados y fríos
climas, variados habitantes, extensos ríos, escasas lluvias. Conocimos a los
hombres amarillos y las grandes murallas. Logramos vivir en las secas tierras
donde las mujeres color arena y carbón platicaban con nosotras, nos trataban
como hermanas, compartían con nosotras su sufrimiento y nos enseñaron a
mejorar su salud.
Vimos grandes edificios
decorados, fríos por fuera y cálidos por dentro, donde presumían rígidos
dioses tan compasivos e iracundos en materiales opacos y brillantes.
Convivimos con soldados, tanto valerosos guardianes como despiadados asesinos,
también con campesinos quienes nos contaban historias o nos leían libros y cartas
mientras disfrutaban la paz forzada del campo en tintes de esclavitud. Fuimos
alfombra de tantas revoluciones que buscaban justicia, o simplemente poder.
Después llegamos a un
“nuevo mundo”. Sentimos más muerte y tragedia, palpamos también la fe y vivimos
un poco del amor que aquellos viejos habitantes tenían a los seres que
llamaban naturaleza, donde dicen que pertenecemos.
Las mujeres de piel
canela y voz suave nos rechazaron. Y eso nos gustó. El maíz, el frijol, el
quelite y otros entes vegetales giraban en torno a su vida, y nosotros poco
fuimos requeridas, poco fuimos tomadas en cuenta. Era un agradable lugar donde
nos hacían parte del todo y jamás nos harían especiales.
En el norte, en tierras
menos fraternas, conocimos a los seres vestidos de vaca y toro quienes
exterminaron a otros hombres de piel roja. Ahí nos cultivaron para sus
caballos, para sus ganados y manadas de corpulentos seres. Fuimos importantes,
pero poco a poco nos dejaron de ver como criaturas y nos cultivaron por millares,
con máquinas; nos multiplicamos y perdimos el contacto humano.
Durante el encierro a
la que las máquinas nos sometían, el recuerdo de un niño humano perduró, fue
el único ser con quien compartimos nuestra historia y él nos mostró su
esperanza. Su calidez y bondad nos acompañaron con las vacas y borregos dentro
de esas grandes cajas de metal donde crecimos a millares. Nos convertimos en
la leche y la carne que comenzó a consumir el mundo.
Entonces el recuerdo
del exilio, del nuevo universo, de los campos cubiertos de sangre, llenó
nuestras raíces de ira y dolor para hacer nacer la venganza.
***
Mientras Júpiter
comenzaba a ser minado por majestuosas máquinas, en la Tierra todo se cubría
de verde: los campos y montañas, los cañones y laderas; los árboles, las
rocas, las aves y los perros. Infinitos entrelazados verdes salientes de cosas
antes vivas, arriba de las casas, abajo de las carreteras, adentro de los
pulmones y estómagos. La alfalfa se había apoderado del mundo, vivía en el
todo de este pedazo de roca en el universo.
El recuerdo de mi
abuelo me ayudó a encontrar un sentido. Él era un hombre fuerte, de tez morena
y brazos ágiles. Toda su vida contó cómo unos seres sobrenaturales en forma de
alfalfa lo habían salvado de morir. Nadie le creyó, sólo mi abuela, una
partera que también la hacía de sacerdotisa y curandera en su pueblo. Hay
magia en la naturaleza, conexiones inexplicables, solía decir.
Mi padre los tachó de
ignorantes, supersticiosos, como hacía el resto de los hombres de traje y
automóviles lujosos que movían al mundo. Se convirtió en médico, pues había
heredado esa vocación de su difunta madre pero no sus métodos.
Seguí también una
pasión similar: me convertí en botánico. Mi padre no pudo separarme del
respeto a la naturaleza que mi fuerte abuela de piernas cortas me había
inculcado, pero evitó a toda costa que repitiera los rezos, los ritos, las
ofrendas, los remedios en frascos de colores y los ungüentos en bolsas. Sentí
siempre una conexión con todo lo verde, con aquello a lo que mi abuela dedicó
su vida y a lo que mi abuelo decía deber la suya.
Esta muerte verde llegó
a mi laboratorio en una vaca, con ramas de alfalfa saliendo por la boca y la
nariz, por el recto y las ubres. Aún respiraba, forzada. Llamé a mi padre en
calidad de confidente. Entró con la sonrisa única que vestía cada vez que
visitaba ese recinto, nuevo templo y extintor de supersticiones como solía
llamarle. Charlamos un rato. Claro que esto no tiene que ver con las historias
de tu abuelo, me dijo irritado.
La vaca murió, como era
de esperarse. Me contacté con otros laboratorios y criaderos, hubo un par de
casos similares en Roma y Egipto, nada relevante en número pero sí por
coincidencia. Escribí un breve artículo para alertar de la situación, sabía
que con suerte lo leería un puñado de personas que poco tenían que ver con la
ciencia. Al día siguiente, dos casos más: Estados Unidos y Francia.
Salí de la Universidad.
Conduje un par de horas hasta encontrar los irregulares campos que rodeaban
las cajas metálicas donde los vegetales, el forraje y la carne se producían.
Pasé todo el día buscando indicios en la zona de donde la vaca enramada había
salido. Esos animales no tienen contacto unos a otros, todos viven separados
en sus celdas, me explicó el empresario.
Esa semana visité otras
granjas mecánicas. Entienda que no podía reportar esto o me habrían cerrado la
fábrica, comentó sínicamente el ingeniero bigotón. Vacas, borregos, pollos, un
caballo. Entonces llegó la alerta. Una pequeña granja en Suiza me contactó,
una mujer cuidadora de cerdos había empezado a enramarse por la nariz.
Intenté alertar al jefe
de mi área, de mi instituto, al rector. Mandé comunicados, llamé a las
secretarías, empresas y farmacéuticas. Hubo preocupación, pero no movimiento,
como había sido siempre con la burocracia mexicana. Recurrí a la prensa,
afortunadamente les pareció relevante, pero el morbo de conocer a la mujer
enramada a través de videos y memes lo hizo ver más como un chiste.
Habían pasado casi dos
semanas. Un niño en Sudáfrica, una anciana en Perú y otra más en Nueva Guinea
desataron el pánico. Se arrastraban por el suelo, lloraban, una de ellas tomó
cloro y se volvió viral entre indignación y carcajadas.
Mi laboratorio registró
tanto movimiento que invadimos la biblioteca y los edificios vecinos. Mi
Instituto coordinó los esfuerzos de investigación en América Latina. Gané un
par de premios al mérito científico, de esos que dan para decir perdón por no
haberte escuchado antes. Llegaron más animales, llegaron más personas. Se
habilitó un hospital completo para el bien morir de trescientos humanos que al
primer mes se habían infectado tan solo en la capital.
El panorama en las
zonas agrícolas era alarmante. El miedo invadía a los empresarios quienes
abandonaban sus cajas grises; los pocos que quedaban habían mandado a trabajar
a su suerte a migrantes e indigentes para vender al triple la carne de los
animales no enramados. Muebles quebrados, ventanas sin vidrios y con gruesas
cortinas de vegetación, cuerpos confundidos entre las multiformes rocas y bajo
las sombras de edificios y árboles.
Las ciencias biológicas
no encontraban explicación. No había forma de que la alfalfa sobreviviera a
entornos sin tierra ni minerales que absorber, o que sus raíces pudieran
perforar los músculos o los huesos ni que se esparciera a otros cuerpos sin
contacto directo.
Supimos de una gran
comunidad en la sierra Tarahumara, otras en los altos de Chiapas, en
Tehuantepec, y en la región huasteca, las cuales no habían reportado casos.
Son zonas preferentes a las que se destinarán recursos federales, anunció el
presidente. Lo mismo sucedía en otras regiones a lo largo del mundo,
increíblemente delimitadas.
Entonces volteé a ver a
los antropólogos, sociólogos, lingüistas. Algunos de ellos ya habían comenzado
a trabajar en el tema pero con tan pocos recursos que tardarían meses en
empezar a encontrar relaciones. En un día tuvieron más apoyo que en cualquier
proyecto de toda su vida. Cosmovisiones, restos óseos, historia, significaciones,
vida cotidiana, relaciones de producción. Tanta energía de los especialistas
que vivían en el campo y en los archivos, que discutían en las bibliotecas y
en los foros sólo era superada por sus enormes caras de felicidad al tener la
oportunidad de poner a trabajar a estas relegadas disciplinas, a estas formas
inferiores e improductivas de algo que se hacía llamar conocimiento.
La misión minera a
Júpiter se inauguró sin la fiesta planeada, los ojos estaban puestos en los
hijos y padres de rostros sufrientes y pálidos; la muerte prójima era más
cercana que la muestra de progreso y la riqueza. Entonces, mientras nosotros
aún peleábamos con los procesos de enraizamiento, la transformación de
encimas, los medios de contagio o el desarrollo de medicamentos, quienes
trabajaban al hombre y su cultura dieron una respuesta contundente: los cultos
naturalistas.
Mi padre soltó una
carcajada cuando lo vio en el noticiero. Los científicos sociales, mote que
aborrecía, descubrieron que las zonas no afectadas habían practicado desde
hace siglos todo un sistema religioso que colocaba a las plantas como seres
sagrados, exaltados en mitos, usados en remedios, unidas a los nacimientos y
los ritos de paso como bodas o bautizos o muertes después de las cuales se esperaba
otra vida.
Estos pueblos habían
evitado a la muerte enramada porque no habían tenido conflicto con los seres
que la provocaban.
Y había más. Las
sacerdotisas, los chamanes, las parteras, los monjes mendicantes, los
curanderos, habían recibido señales de esta reconquista del mundo natural,
como insistían en llamarla. En sueños, suertes, profecías, se habían enterado
un par de semanas antes que nosotros del inminente apocalipsis. Y no había
forma de pararlo.
Hubo caos. Pero más un
caos espiritual que de saqueo, muerte o lamentación. Los mercados donde
trabajaban santeros y esoteristas se abarrotaron; filas interminables en las
iglesias reabiertas decoraban las ciudades de primer y tercer mundo; los
viajes a tierras mágicas como Catemaco, Matanzas, el África negra, las islas
Polinesias o la India tuvieron tanta demanda que muchos aviones cayeron en el
camino por fallas mecánicas, pilotos agotados o ataques terroristas de
purificación. También aumentaron las solicitudes de ingreso a los seminarios,
a ser apadrinados por comadronas y brujas y santeras y sacerdotes de todo
sistema naturalista, a los monasterios de tradición oriental; aumentaron como
no se había visto nunca en los registros históricos. La fe, si bien tampoco
garantizaba una solución, brindaba una respuesta a la que la ciencia en ya
tres meses ni siquiera se había acercado.
La población mundial
había reducido en 20% y el asfalto se perdía bajo una capa verde cada vez más
densa. El miedo al contagio había organizado hogueras en plazas y parques
donde el ejército arrojaba cuerpos humanos y animales ante la negativa de las
viudas, quienes se despedían entre rabietas que terminaban en desmayos. Los
padres quedaban mudos frente la impotencia de ver las ramas salientes de los
pequeños pechos, de los pequeños oídos. También los niños lloraban a sus
abuelos y mascotas, desconsolados al conocer a una muerte tan recurrente en
edad temprana.
Los estudios
continuaron y cada vez más gente se sumaba al proyecto, muchos de ellos sin
paga. Los líderes de estos cultos naturalistas, algunos abogados, otros
obreros o ingenieros o artesanos o historiadores o diseñadores o empresarios o
campesino intentaban entender lo vivido y cada respuesta llegaba al mismo
lugar: era inminente, era catastrófico, era necesario. Lo veían continuamente.
Medio año y casi no
había alimento, el agua escaseaba, los servicios se volvían ausentes, la gente
dejaba de salir de las casas a las que mantenían lo más despejadas posible de
las ramas en paredes y techo. Sólo las zonas que desde siempre se mantuvieron
limpias continuaron así. Si no fuera por las intervenciones militares ya
habrían sido sobreocupadas y quizá destruidas. Debían conservar esos edenes
como tales, ellos que producían el insuficiente alimento y las insuficientes,
pero únicas, respuestas.
Entonces una mujer
yoruba en la tradicional Matanzas tuvo un sueño. Toda Cuba difundió la
noticia. Ese arrugado cuerpo de senos caídos y rostro angelical exigió un
transporte. Debía llegar a tierras huicholas pero no sabía la razón.
En Nayarit lo esperaba
un joven, descendiente de un linaje de sacerdotes mesoamericanos casi extintos
en México. El inexperto wirrárika la encontró fuera de un reducido templo con
muros de adobe y techo de madera. Después de un saludo le entregó a la sabía
mujer un costal de semillas que ella reconoció inmediatamente. Es maíz,
titubeó.
Pidió ser llevada al
imperio alto, el de los grandes templos y las murallas. Los historiadores
discutieron. ¿Los Alpes?, ¿China? Machu Picchu, en la parte inaccesible del
Perú. Llegaron lo más rápido que la tecnología les permitió. A las dos horas
se encontraron sobre la gran montaña, rodeados de restos de templos y casas
que siglos atrás albergaron una ciudad de dioses. Frente a una roca sagrada,
símbolo de pureza y poder para los antiguos incas, la sacerdotisa se anunció
ante el sorprendente grupo.
Estaban ahí los más
variados personajes: una monja anglicana de Angola, con hábito negro y manos
gastadas por la caridad; un curandero somalí y otro australiano, ambos con
collares de semillas y diferentes colores en líneas que recorrían sus cuerpos
para llegar a sus rostros; una partera chilena de grandes y fuertes brazos;
una mujer sintoísta del Japón de vestido rojiblanco que hacía resaltar su
aporcelanado rostro; y tantos más que habían llegado por su cuenta o que
habían sido traídos ante las desconocidas razones por sus gobiernos y grupos
de investigación.
Un corpulento hombre
descendiente del último rey nórdico se acercó, tomó las semillas y las colocó
a un lado de cinco piedras que había acomodado en el suelo un niño de ojos
borrados. Los granos blancos, rojos, amarillos, moteados y azules recibieron
gran cantidad de inciensos, limpias, salpicones de agua y preparados varios,
todo dirigido por el ancho y delicado hombre de hielo.
Así pasaron dos, tres
horas. La mujer yoruba dio unas palabras cantadas, todos se retiraron. Ella se
sentó a esperar siete días, mientras hablaba con las semillas, las incensaba,
les cantaba. Germinaron, las enterró con movimientos suaves y a las pocas
horas fue traída una mujer mazahua quien, sin decir palabra, comenzó a regar
la tierra con agua que antes bendecía recitando ritos inentendibles. Así lo
hizo hasta que el maíz creció. Grandes y carnosas mazorcas que periódicos y
noticieros calificaron de milagro en un planeta que no daba más que alfalfa, y
que habían madurado en un tercio del tiempo que un cultivo tradicional. Los
biólogos eran incapaces de explicar el proceso. Entonces se congregaron los
mismos personajes quienes habían bendecido las semillas, se repartieron los
granos y regresaron a sus tierras.
Año y medio después de
que la vaca enramada llegó a mi laboratorio, el planeta comenzó a ver maíz
alrededor de las abandonadas cajas grises, junto al asfalto, fuera de los hospitales,
dentro de las salvajes casas. Quedaba 30% de la población y la mitad de ellos
eran sacerdotes de algún sistema religioso naturalista o que había girado sus
credos hacia ello. La alfalfa poco a poco comenzó a desaparecer de las calles
y la vida comenzó a resurgir. Los ritos para la purificación del campo eran
tan comunes como los conejos, reptiles, aves, anfibios, insectos que salían de
la tierra y las cuevas, de los lagos y grietas, que parecían acudir al llamado
destinado a hacerlos despertar de un profundo sueño o de alguna forma
invitarlos a volver de la muerte.
Cuando se vio por
televisión al primer tigre de Java, extinto décadas atrás, mi padre dejó de
hablar. Amaneció muerto dos días después, en su cama. Sobre el buró dejó una
nota. Tu abuelo no estaba loco, tampoco tu abuela, tampoco tú.
Coloqué su foto frente
a mi computadora y comencé a escribir el libro que terminaría de cambiar al
irreconocible mundo.
Las “ciencias” han
cometido el error más grande al existir, al creerse independientes y
superiores al hombre, a sus creencias, a sus sueños. Se nos olvida escuchar a
lo que no podemos entender.
***
Es sorprendente lo que
una esfera pudo guardar. Interminables formas de materia con tantos órdenes
diferentes ahora conforman el todo, de alguna forma llenan la nada.
Siento cómo el planeta
donde quedaron las gemelas comienza a morir, se seca, se comprime. No sé
cuánto tiempo terrestre ha pasado pero no debió ser poco. Voy en su búsqueda,
las encuentro apenadas y tristes. Me cuentan lo que pasó, el dolor que
sintieron, la venganza ejecutada, el perdón que recibieron.
Me ruegan rescatar al
maíz y al humano, llevarlos con nosotros como homenaje y recuerdo, para
colocarlos en otro planeta azul y variado. Acepto más por el amor que tenía
por ellas que por gusto.
Vemos marchitar la
Tierra y después explotar su sol. Viajamos por galaxias, surcamos meteoroides
y cometas, encontramos un pequeño par de planetas azules tan juntos que al
acercarnos parecen un solo cuerpo. Dejo ahí a las gemelas, al humano y al
maíz; a una criatura que existe antes del todo, a otra que se convirtió en el
todo de su propio espacio, y a otra más que ha ganado el todo por su bondad.
Tres seres de diferentes tiempos y dimensiones a los cuales seguramente
volveré a ver, quizá para entonces ya habré terminado de explorar mi universo.
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