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Alarma rota. Boiler
apagado. Café diluido. Labial rojo en la taza. Los perros ladrando al camión
de la basura que olvidaste sacar. Una paloma gris y una café viven desde hace
un año en la cochera y aprovechan para robarse las croquetas. 7:28 am. Una
carrera contra tiempo. Tope. Tope. Piedra. Estación de radio atorada en el
91.7. Alto. Deja cruzar a la chica que va a la prepa, porque la banqueta es un
rompecabezas. Espérame chica, no tengo a dónde orillarme. De repente apareció
un agujero negro en medio de la calle y quien sabe a cuál dimensión me lleve
si caigo ahí dentro. El señor del Honda Civic que estaba sobre el paso
peatonal se va de largo sin dejarme pasar cuando era mi turno. Bueno, está
bien, dele usted señor, ya no me queda de otra.
Ahora nos acercamos a
la médula espinal donde todos convergemos sobre un mismo punto. El entronque
es un enfrentamiento a sangre fría, se trata de ver quién se impone sobre el
otro para llegar al extremo contrario. Después de haber hecho fila para salir
de la colonia, ha llegado mi momento. Ah, no, qué va. Nunca falta quién
prefiera hacer sus propias reglas de tránsito. Así funciona esta jungla. Se
puso un Versa a lado mío y ya no veo quién viene desde el otro lado. Es
curioso. Nos creemos unas fieras al volante, dueños de las calles, pero un
rozón y ya valió nuestro imperio por dos meses.
Gonzalitos está hasta
la madre como siempre. Suena por enésima vez en la radio Four Out of Five,
como si fuera la única canción de los Arctic Monkeys. Aunque a veces me aburra
saberme el orden del playlist de las mañanas, me ayuda a tener paciencia
cuando voy en el tráfico a paso de hormiga. Ahora tengo que pedir permiso para
enredarme entre los hilos interminables de vías circulatorias. Meterme al
carril es como intentar pasar desapercibida en una sala de cine a mitad de la
película, en un camino a oscuras entre las filas para buscar mi asiento, donde
soy una sombra que interrumpe el clímax de la historia para los que habían
llegado a tiempo. Pongo la direccional. No funciona. Avanzo. Saco la mano. A
todos les vale queso. Procedo a sacar la mitad de mí por la ventana. Parece
que alguien tuvo piedad. Logré incorporarme.
La ciudad es un
caleidoscopio en movimiento. No hay lugar para detenerse ni para contemplar la
nube de contaminación sobre las montañas, paisaje que se esconde tras los
panorámicos de Ora Ahora. Nos dejamos llevar por la corriente de la rutina del
egoísmo; caminas, conduces o pasan por encima de ti. El tiempo se dilata y se
contrae sin pausas ni descansos. Cada segundo para llegar al trabajo cuenta
como una gota de lluvia que combate la canícula en agosto. Por eso la señora
de la camioneta se pasa el semáforo en rojo por arriba del puente, en el cruce
de Pablo González y Gonzalitos; mientras que debajo, en un pequeño hueco entre
el precipicio de miles de autos y un techo de vías para trenes de carga, se
encuentra el pequeño refugio de unos migrantes que fueron poco a poco juntando
cartones y bloques para escabullirse de las lluvias y del frío.
Testigos de la
bestialidad de los carros, desde las alturas miden la velocidad de la luz a la
que viajamos todos, cuentan los choques diarios y las peleas interminables que
han sucedido entre mujeres y hombres que claman tener la razón a toda costa,
porque manejar implica echarle la culpa al otro por no seguir las reglas de la
jungla. Luego de mirar hacia el desastre vial debajo de ellos, suben a la
superficie a pedir ayuda en vano, a quienes no tienen tiempo para pensar fuera
de sí mismos.
Doy un fuerte respiro.
Estoy a más de la mitad de mi camino. Conduzco en modo automático pensando en
lo que tengo que hacer después. Acelero, freno, acelero. ¿Qué pendiente tengo
que hacer hoy en la oficina? Me conecto. Acelero y doy vuelta. Me
desconecto. No he comprado croqueta a los perros ni he subido mi tarea del
parcial. Un tránsito. Otro choque. Dos heridos. La sirena de una ambulancia
que intenta pasar. Me conecto. Vuelvo al presente de golpe.
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