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Convocatoria séptimo volumen

 

Historia Corta - El canto de Dante

    -Te querré mañana, y así, cada día, mientras estemos aquí. - repitió, Carlo, una vez tras otra.
    Parado afuera del granero se frotaba las manos nerviosamente, le sudaban tanto que constantemente se limpiaba en el pantalón.
    << El inagotable deseo de permanecer cerca de ti. >> Pensó. Y se sintió un tanto ridículo.
    Caminó despacio y con vacilación hacia su casa. Sólo tenía que dar unos cuantos pasos para llegar.
    Al otro lado de la calle, un hombre gordo y demasiado rubio, con buen aspecto de aseo, comía un pan en forma de trenza. Levantó su mano desocupada en forma de saludo hacia Carlo. Este lo ignoró y siguió caminando.
    Giró despacio la manija de la puerta, pero no entró enseguida, se detuvo mirando al fondo de la casa, era a donde se dirigía.
    Sus tristes cavilaciones fueron interrumpidas por un golpe en el hombro. Se trataba de su papá. A quien no podían quitarle la sonrisa. Lo tomó del cuerpo, y le lanzó una mirada que Carlo sabía lo que significaba. << Eres un buen chico. >> El joven le sonrió esperanzador. Ya no era un adolescente, pero su papá amaba tratarlo como tal.
    No lo dejo entrar, antes le pidió que hiciera un par de cosas, pues él tenía que cocinar. Carlo asintió de buen modo, sin mencionar palabra alguna.   
    Julio se había ido. Y con el se había llevado a los vacacionistas que visitaban cada año el pueblo. Pero aun siendo verano, el camino a la residencia de la señora Po siempre era solitariamente agradable. El tiempo del recorrido era lo suficiente para una buena caminata. Según, Carlo. En aquel lado solo había una casa verde con el mejor jardín que hasta ahora él había visto.
    Al faltarle medio tramo para llegar, reconoció a la nieta de la señora Po. Ella no lo había visto porque estaba de espaldas en cuclillas, a su lado había una canasta decorada con pequeñas flores. No quiso interrumpirla, pasó de largo sin saludarla. Pero, Isel, le saludó gritando e hizo que se devolviera. Se sentó a su lado apenas sonriendo. Ella le dio un amistoso golpe en el pecho.
    A veces se preguntaba porque las personas para ser agradables tendían a ser violentas.
    Sin haber dicho algo aun alguno de los dos, Isel sacó un pequeño papel doblado de una bolsa de su vestido, el cual lo entregó a Carlo, quien lo leyó en silencio.

La tristeza
esta ahí
hasta cuando no
debería
detrás de ti
como una sombra
pegada
y sigilosa
que nunca
abandona.

    Leerlo sólo lo inquietó más. Isel nunca le había agradado. Pues siempre, aunque inconscientemente. Como un chiste trágico. Ella lo desmoralizaba de diferentes maneras en diferentes situaciones.
    Se levantó y se despidió deprisa.
    La puerta estaba abierta. Las ventanas del segundo piso resplandecían por la luz solar. Se dio la vuelta para ver a su alrededor. Y pensó en lo dichoso que sería el vivir ahí. A la redonda de nada y teniendo todo. Entró sigiloso para no asustarla. Y no fue difícil hallarla. Traía puesto un delantal muy colorido.
    Se percató de que el joven había llegado, pero no levantó la vista, continúo sirviendo el té en dos tazas y sacando panecillos del horno. Y haciendo sus cosas, le preguntó sobre la salud de Dante. Carlo titubeo sobre qué responder, porque ni él sabía con exactitud cómo seguía su amigo. Le pareció oír su canto, ciertamente en su imaginación. No lo escuchaba desde el accidente, y por tal razón pensaba más en su muerte que en su vida. No creía que viviría. Eso lo ponía nervioso.
    Respondió con un sencillo “bien”.
    Sus miradas se encontraron, la de ella era cálida y familiar.
    De un estante sacó semillas que puso en una bolsita, y se la entregó. No sabía por qué había ido a aquel lugar, hasta ahora. Pero la señora Po ya lo esperaba. Ambos se sentaron en una mesa del jardín trasero de la casa. Un par de silenciosos. Sin darse cuenta uno del otro del sentimiento grato de estar sentado con la persona que tenían enfrente.
    Detrás de un árbol, apenas visible desde donde él se encontraba, permanecía una antigua estatua tallada al finalizar la guerra. Se trataba de una niña sonriendo con las manos extendidas al cielo, sosteniendo un reloj de arena quebrado por la mitad.
    Para algunos significó otro comienzo con un nuevo porvenir. Miraron el hoy con valentía, sin apuración del tiempo. Era todo lo que tenían. Y para otros, solo fue parte de los escombros. Carlo creía frustrado que podía pensarse lo que uno quisiera de cualquiera cosa, y significar nada.
    Terminó todo lo que la señora Po puso cordialmente en su plato. Y como una abuela preocupada porque su nieto haya quedado satisfecho, le preguntó si deseaba más pan, té o alguna otra cosa.
    Salió sin apuración de ahí, aunque deseaba llegar rápido a casa. De regreso en el camino no volvió a encontrarse con Isel. Solo que, al entrar al pueblo, si con Pibe Rosco, el hombre gordo al que había ignorado con anterioridad, y en otras ocasiones también. Lo hacía porque no soportaba su compasión desde que su mamá había muerto en el incendio del granero, eso lo hacía sentir más miserable. Pero estaba agradecido con él, y con las demás personas que ayudaron con la reconstrucción de el en tan poco tiempo. Parecía ser el mismo.
    Con paso decidido se encaminó a él. Le dio un fuerte apretón de manos, y un abrazo que no se esperaba, Pibe.  
    Después, sólo tenía que hacer una parada en casa del doctor. Al tocar la puerta, su esposa salió y le dijo que tenía poco que había salido, y no sabía a donde se dirigía.
    Un poco decepcionado, volvió a casa, luego de hacer un par de cosas de parte de su papá hacia su amigo herido.
    Su progenitor lo recibió calurosamente a su regreso, como siempre.
    Carlo sonrió al reconocer una voz que estuvo buscando antes de llegar. El médico se le había adelantado, y se escuchaba mejor que en días pasados, pues Dante había sido un paciente difícil.
    Más tranquilo, abrió la puerta de la habitación, y escuchó su canto. La pequeña codorniz seguía viva.

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