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Convocatoria séptimo volumen

 

Historia Corta - Las criaturas de Pedro Linares

Las criaturas de Pedro Linares



Habían reído y hablado tanto que discurrió el tiempo sin que se dieran cuenta, tanto que pasaron por alto los repetidos avisos del agua hirviendo en el fogón. La risa y la charla disolvían los dolores, pero el remedio que indudable sanaría a Pedro estaba danzando entre burbujas en un cazo de peltre azul. Su abuela advirtiendo el vapor, se levantó de la silla para servirle un poco, apagó el fuego y se colocó en el extremo opuesto mirándolo beber. Mientras su tasa de té humeaba, notas dulzonas producían un efecto un tanto adormecedor. Un silencio invadió la cocina que era tan amarilla y cálida, que casi se pudieran haber olvidado del mal clima afuera. Pasó el primer trago y de inmediato pudo sentir la canela tibia por su garganta, bajar hasta su estómago e inundarlo con una sensación que lo hacía sentir bien.

Apartó el vaso colocándolo en su extremo derecho sin decir nada y exactamente así, se quedaron los dos. Por un buen rato permanecieron reservándose a escuchar la lluvia que barría las calles llevando a rastras el polvo, las hojas caídas y las vocales de una tarde que parecía más taciturna de lo normal. La mujer sirvió otro poco de infusión con el pedrusco de la nuez moscada y los restos de hierbabuena del fondo del cazo. «Era deliciosa» y aunque lo pensaron, ni él ni ella lo quisieron decir. Un segundero hacía labor de arrullo como un eco infinito que se disfrutaba grave y sordo en la serenidad, fue entonces, cuando la materia en la habitación pareciera haber cambiado. No como si se tratase de un cambio muy notorio y radical. Sino más bien a un paso que se desvaneció entre su inicio y aquella nueva realidad que se abría camino. Una sacudida tan suave que se manifestó omnipresente y que en ese momento lo remplazó todo con efectos extraños, confusos y hasta burlones. Sea lo que estuviese pasando, no tenía ganas de comprenderlo o de preocuparse siquiera un poco. Inclusive a sabiendas que la cocina ya no era la misma, que la estufa y el horno ya no estaban correctos, ni el lavatrastes, ni las cajoneras, ni los utensilios y los muchos detalles comunes de toda la vida tampoco parecían coincidir muy bien. Hubo tanta inseguridad en ese pensamiento que estuvo a punto de exclamar un comentario en alusión a ese desperfecto. Al color violáceo en la habitación y las paredes cerúleas, blancas y grises que atmosferizaban el ambiente aplastando su vitalidad con una fuerza invisible. No obstante, había un efecto placentero parecido a los estragos de un letargo incipiente. Recordándole esa sensación de cuando se quedaba frente a la nocturna luz de la luna hasta muy tarde en horas que él por lo regular acostumbraba dormir. Pero su curiosidad era más grande que su sueño. Se puso de pie para observar mejor la lluvia por la ventana pero no pudo hacerlo con facilidad. Fue como si al levantarse su propio peso lo impulsara hacia el aire en un intento que le mortificó aferrándose a la mesa para evitar flotar. Sacudió la cabeza y comprendió que aún continuaba aturdido muy posible por el malestar que aún sometía su cuerpo, doblándole las rodillas y arremolinando su equilibrio.

La mujer atendiendo su instinto protector se apresuró a sostenerlo pero apenas y fue necesario. A cambio, una sonrisa bastó para expresar; «estoy bien abuela», y así ella lo entendió sabiendo que todo estaba en orden, no obstante… la idea de ese mismo orden y aparente estado de tranquilidad no era del todo cierta. Así mismo se percibía más alto, quizá un centímetro o dos. También más delgado, descoordinado y un poco ausente de lo que estaba ocurriendo para variar. Sentía ganas de saborear el aire que venía de afuera, el aire frio, húmedo, con ese olor a tierra mojada que tanto le gustaba respirar al llover. Ganas de entender cosas absurdas, como preguntarse si a los peces les da sed, o si a cada segundo el tiempo se congela como la cinta de una película, inmóvil por segundos hasta que de manera inexplicable funciona de nuevo otra vez. «¿Es que nadie notaba esas cosas?» Y acaso de ser así, ¿habría manera de confirmarlas? Quizá se abrumaba con detalles sin importancia y ahora, lo único que se le antojaba era desplomarse en la cama para dormir. Despidió a su abuela, la besó y lento retornó a su habitación que terminaba precisamente en el extremo opuesto de la casa, atravesando el pasillo, subiendo la escalera y vuelta a mano izquierda hasta topar con una puerta de madera obscura. Sabiendo que era una distancia considerable, la mujer se levantó de la silla para encaminarlo y ser de auxilio en caso de que sus fuerzas fallaran otra vez.

 Se negó aunque no sirvió de nada, su abuela en esas cuestiones era muy obstinada y lo hizo seguir por el trayecto hasta subir el último escalón. Antes de despedirse y tomar cada cual el destino que la noche designa, un estrepitoso crujido los sorprendió. Supieron de inmediato, que habían estrellado uno de los cristales de abajo. no solo fue eso, porque antes de que pudieran comprender lo que ocurría, escucharon como alguien forzaba la puerta de entrada. La anciana lo observó en una expresión que él jamás había visto en sus ojos. Con un terror que quiso ocultar llevándolo sin perder el tiempo a la otra habitación contigua en la que pocas veces estuvo ahí, y así, entre aquella angustia de saberse alcanzados por quien estuviese afuera, ella corrió directo al tocador buscando algo desesperadamente entre las curiosidades de las cajoneras. Pedro dejó de poner atención en lo que hacía su abuela y salió de nuevo al pasillo colocándose tras la baranda. Su corazón latía fuerte y entonces comprendió aquellas cosas que la gente solía explicar acerca del miedo, de poros hipersensibles y de esa incómoda electricidad que intenta liberar el cuerpo, por el dorso y por las palmas de los pies. Afuera no se escuchaba ruido alguno, como si aquel delincuente hubiera preferido retirarse en plena tormenta solo para dejarlo así, para dar un susto sin hacerles daño. Tan pronto como había creído que la amenaza se disipó entre el agua de lluvia, un fuerte sonido metálico azotó en la parte de abajo.

 «¡La puerta!»   

Ella hizo la señal de guardar silencio e indicó que ingresara al vestidor y de manera consecutiva, que se introdujera por otra pequeña puerta disimulada a manera de fondo tras los ganchos, la ropa y abrigos dejándola imperceptible a cualquier extraño. Apenas lo intentó y supo que sería complicadísimo para la pobre mujer, que no era ni tan pequeña, ni tan joven, ni tan flexible. Con dificultad dio una vuelta en ese espacio de aplastante estrechez y levantó la vista en busca de un indicio de que ella lo seguiría también, claro; no sería así. Premurosa deslizó la ropa colgada y cerró con llave la puerta del vestidor.

  Luego, la obscuridad inundó la habitación siendo la única que lo acompañaría en ese compartimiento que reusaba todavía a sellar desde el interior, sirviendo la delgada línea de luz que se filtraba desde el ingreso como una inquietante visión de lo que ocurría afuera. Toda su inteligencia se puso a prueba en ese instante;

«La puerta no podrá resistir.

Este cuarto es muy pequeño.


            ¡Me encontrará!

La portezuela es muy pequeña, quizá no la vea.

La verá, sabe que estoy aquí, la verá y vendrá por mí».

De un momento a otro, un estridente sonido lo hizo volver en sí. El extraño pateaba la puerta del vestidor y forcejeaba el cerrojo con fúrica determinación. Su aliento asemejaba el respirar de una bestia estocada e impaciente por darle fin a su propósito. Pedro se sintió acorralado, como un bicho en una caja de cerillas. De nuevo un incómodo y detestable silencio. Sin gustarle nada lo que ahora este representaba, aguzó el oído para recibir alguna información del exterior. Con gran horror pudo notar dos sombras de pies al asecho. El flujo de sangre se agolpó en su cuello junto con un violento dolor en el vientre. La incertidumbre lo embargó de tal manera, que aun estando más lúcido que nunca, soportó aquella espera como si hubiese dado mil vueltas completas al reloj. Sin mucho o nada que hacer, se enclaustró en su último escondite atrancando finalmente la portezuela con la aldaba en su lugar. Retrocedió cuanto pudo sin sentir el fondo, que a su desconcierto, se había prolongado demasiado. Arrastrándose trató de profundizar en el ducto lo más que le fue posible llegando a un punto en el que se detuvo dudando si internarse en un lugar como ese, en aquella penumbra que guiaba a un sitio incierto, sería lo correcto. Sus pupilas dilatadas no divisaban nada en absoluto, incluso si el peligro lo tuviera a un palmo suyo sería incapaz de verlo. Era como un topo acorralado en su propia madriguera, lo más sensato sería esperar. De pronto, aquella primera barrera, la puerta del vestidor, se abrió en un ruido seco y crujiente tan típico de la madera trozada. Otra vez su corazón pegó un golpe que se pudo sentir mover incluso por encima de su camiseta.

«Si la puerta no sirvió de nada, la portezuela tampoco lo hará, no resistirá» —pensó—. Le faltaba el aire haciendo difícil su concentración, aun así, optó por la última medida, continuaría hasta tocar fondo. Al avanzar se podía escuchar el forcejeo del intento por abrir la diminuta puerta. Con una mano extendida frente a él rogaba por encontrar una salida de escape, pues de lo contrario moriría de una manera horrible en aquella oscuridad. A paso torpe extendió sus dedos en busca de un picaporte, de un hueco, inclusive de un muro, pero nada. El ducto en apariencia era infinito y la única alegría en ello, era el saber que así podría huir hasta la eternidad.

De nuevo el golpe en su corazón, ¡la portezuela se había abierto! Una diminuta figura de un hombre con algo en la cabeza parecido a un sombrero de plumas se asomó con siniestra curiosidad. Sin pensarlo dos veces apresuró su paso hasta donde quiera que llegara el agujero. Con la misma velocidad, el extraño lo siguió sin pronunciar palabra o sonido alguno. Pedro gateó veloz hasta sentir dolor en sus rodillas magulladas, sólo pensando en huir. El hombre por su parte lo tenía más difícil, en un espacio reducido ser pequeño significaba bastante, aunque no lo era todo. Finalmente, a mucho andar, sus dedos se estrellaron con lo que por el sonido del impacto parecía ser una tabla de madera. Pasó saliva y sin pensarlo dos veces recargó todo el peso de su cuerpo sobre un hombro hacia la única salida. Un primer intento fue suficiente para derrumbar una apolillada tabla que se hubiera caído de vieja de todos modos.

Estaba en otro sitio, así lo entendió cuando esa nube de polvo lo recibió en una habitación grande, abierta e iluminada. Una especie de mezzanine que lucía inacabado e industrial proveía muy pocos escondites bañados bajo una luz brillante de medio día. Era complicado comprender el horario, el lugar, la escenografía e incluso el antagonista que seguía tras de él. “¡El hombre del extraño sombrero!” Al recordarlo, echó un vistazo rápido en busca de algo con que bloquear el paso y así ganar algo de tiempo.

Un contenedor enorme yacía perfectamente colocado a su izquierda ampliándose vertical por todo el muro. Muchas lonas de manta parecían servir de contención resistiendo tensas entre varias hiladas de soga. Valía la pena usar su contenido a su favor. Lo observó de arriba abajo y tan fácil como eso, descifró la respuesta. El hombre lo tenía tan próximo a la salida que podía escuchar su penoso e inhumano respirar. Brincó tan alto como pudo para jalar una soga sobre su cabeza. Un intento, dos, tres y otro más. La soga seguía tan elevada como inmóvil, mientras que “aquella cosa” trataba de salir. Lo que antes parecieron plumas ahora se figuraba a una cresta, una fibrosa y descomunal cresta le dificultaba emerger, asemejándolo más a un animal atrapado que a una persona. De inmediato le pasó por la mente que aquello podía ser un nahual. Una criatura mitad humano, mitad hombre, como aquellas historias que su abuela solía relatarle en días lluviosos como el de hoy, o ¿el de ayer?, que más daba, a estas alturas era difícil explicar todo lo que estaba pasando.

Pedro tomó distancia en dirección hacia el único lugar posible, muy junto a la grotesca carnosidad que luchaba esforzándose por salir. Retrocedió un poco, pero lo necesario para impulsarse, brincar lo suficientemente alto y alar de la soga. ¡Lo había logrado! Como un hilo que va descociéndose, el atado tomó una estrepitosa dirección zigzagueante desde arriba hasta el suelo y antes de quedar sepultado entre toneladas de maíz, se apartó de un salto cayendo por muy poco entre latas y metales oxidados. Los granos cubrieron el ducto, un océano amarillo golpeó implacable inundando cualquier hueco en el que una migaja pudiera caber. De manera simultánea, una parvada de palomas se abalanzó desde las vigas de la estructura inquietas por el hermoso regalo que, al igual que ellas, también había caído del cielo. Incrédulo, Pedro observó el espectáculo absorto entre el cúmulo de circunstancias que lo habían llevado ahí. Lentamente volteó a su izquierda intentando averiguar dónde se encontraba. Era un lugar peculiar, desde su posición se apreciaba un jardín grande y bien cuidado en el cual los árboles resguardaban gran parte de la vista del patio. Pero… «¿A quién pertenecía esa propiedad?» Una horrible calma pesó sobre su adormecido cuerpo, ni las aves, ni insectos, ni propios ruidos del campo ni la ciudad se escuchaban allá afuera. Al bajar, la sonoridad de sus propias pisadas sobre los mohosos escalones era el único invisible indicio de algo aún vivo en aquel lugar. Después lo acompañó el ruido de la grava, que crujió al comenzar su lento recorrido. Hojas chocando perezosas con otras hojas, como hojuelas que provocaban rumores que no entendía bien. Una ramita fracturada pareció entrometerse casi de manera prevista. Más crujidos en cada pisada de aquel jardín olvidado. “¡crash, crash!”, se detuvo y observó un resbaladero junto a un par de columpios desvencijados que le hicieron sentir todo menos ganas de jugar.

Avanzó y aceleró el paso, pues también temía del “monstruo”. Sin detenerse de nuevo, caminó en busca de reconocer bien ese lugar. «¿Era parte de la casa? ¿Seguía en ella?» El jardín se prolongaba tanto al frente suyo que ahora parecía más un prado que otra cosa. El olor a hierba, la frescura de la sombra junto con los inesperados espasmos de un viento balbuciente, hacían del recorrido una hipnótica y agradable experiencia, como si no hubiera temor, angustia o peligro, como cuando las notas de té bajaron hasta su estómago. Quizá, habían florecido de nuevo, justo ahí, entre la magnificencia de todo ese follaje, bajo la calidez del sol. Y esta vez, sintió alegría queriendo ser liberada desde su interior, como algo bello que crecía de poco a poco en su pecho hasta querer reventar como un fuego artificial. Sin saber porque lo hacía, Pedro corrió. Esta vez corría de alegría, de una inmensa felicidad que lo impulsaba como aquellas lanchas de motor a través de los manglares, tal y como su abuela le había narrado en el pasado. Surcando pastizales en vez de canales y dejando atrás las verdes copas de ese inmenso jardín. Corrió y corrió y su rostro se llenó de luz. Sonrió y dio un gran salto para bajar una loma. Relinchó como un potro y brincoteó cual liebre en las mañanas de primavera, alzó los brazos para alcanzar el cielo y suspiró como nunca lo había hecho. Luego se tumbó sobre el suelo en una voltereta para rodar cuesta abajo sobre una pendiente tapizada por tréboles y dientes de león. Cruzó un riachuelo de un salto y subió un montón de rocas apiladas, trepó hasta la más grande de todas cual caparazón de tortuga y desde ahí, contempló un vasto bosque tan perfecto como una postal. Admiró las nubes, la grama, los altos pinos, la fila azul de montañas en el horizonte y las motas de fino terciopelo que danzaban oscilantes formando bucles en el viento. Dio un gran salto de rana y jugó con el agua que era limpia y brillante como un vaso nuevo de cristal. No era ni muy tibia ni muy fresca y al descubrir que era agua pura, bebió de ella para calmar su sed. Caminó un poco siguiendo el angosto riachuelo seducido por el sonido de los guijarros, chapoteos y la maravillosa senda que más adelante formaba un enraizado túnel de plantas flores y árboles que le daban forma entre sí. La hojarasca contra sus suelas le pareció de todos el más bello de los sonidos, armonizando con un eco suave y sonoro que se extendía envolvente al igual que un espiral. De nuevo, el encanto de la luz jugaba con las sombras, cientos de finos haces inundaban cada centímetro del túnel con magníficos destellos que resplandecían por todas partes como magia blanca, brotando desde las hojas sobre un cielo que palidecía nuevamente con la caída de la tarde. Fue así como sin darse cuenta, los naranjas se posaron sobre los azules y los rosas sustituyeron el color de las algodonadas nubes. La calma seguía imperando, sólo que desde ese momento, pareciese que dejaba de agradar.

Sin más sonido que el viento, Pedro se detuvo para merodear un poco. Descubrió un lugar muy lindo sin duda alguna pero impregnado de soledad. «¿Cómo era posible una fauna por completo inexistente? ¿Acaso no era extraño no encontrar al menos un pequeño bicho en un lugar así?» Desde su percance en el mezzanine, la parvada de palomas fue su único referente de seres vivos interactuando en la zona. Se preguntó también como era espacialmente lógico las dimensiones de un predio tan grande justo a espaldas de casa y peor aún, la usencia de gente o más viviendas en las cercanías. Se hacía tarde y era urgente salir de ahí.

Siguió por el túnel a trote para salvar tiempo y ayudarse a sí mismo antes del anochecer. La pregunta del cómo lo embargó en sobremanera al encontrarse con más de lo mismo. Un verde que continuaba incansable al mismo paso que él. Por instantes se sintió intranquilo, como si desde fuera alguien lo observara y a pesar de que se sabía solo, algo extrasensorial le decía que no era así. Las plantas formaban ojos, hocicos y garras que estaba seguro no existían, se detuvo incluso para constatarlo escudriñando la gran cortina silvestre pero nunca fue verdad. Había muy poca luz y su mente se volvió confusa presa del pánico que le provocó el anochecer. Ralentizó el ritmo, «¿aquello era una piedra o un enorme lomo erizado?», se preguntaba cauteloso, pasó de largo sin saber a cuál forma debía pertenecer agradecido por la aparente indiferencia del objeto. Se volvía difícil aseverar sus conjeturas y esta incertidumbre le provocó en sus entrañas un nuevo malestar. Tratando de avivar sus sentidos, observó a lo alto para encontrarse con otro ser de los que él sabía no eran nada. Tenía un abdomen enorme y extremidades que se movían lentas y serpenteantes como colas de gatos pardos que descansan sobre un sofá. La dejó atrás del mismo modo con el temor que se le fuese encima, sólo que en esta ocasión su intento por esquivarla le resultaría mal. Una afilada mandíbula mordió su tobillo solo para degustarlo, causándole una herida geométrica que no pudo ver. Tropezó y cayó de costado e inmediatamente miles de pequeñas vetosas como abismales fauces marinas treparon hasta su brazo con bastante agilidad. Exaltado, sacudió su cuerpo apartándose nervioso hacia otro lugar. “¡Alebrijes, alebrijes!” Se escuchaba a la distancia en voces que no alcanzaba a reconocer. El coro clamaba una sola cosa, alebrijes, cual cánticos tribales de una ceremonia en busca de algo que ofrendar. Su cabeza dolía, sus heridas empeoraban y sus oídos no podían asimilar nada que no fuera esa canción. ¡Alebrijes, alebrijes, alebrijes!, se pasó las manos por el rostro y desde las cienes tiró de sus cabellos. La confusión aunada a un estado de gravedad en su cuerpo lo orilló hasta el borde de sentirse enloquecer. Alzó la vista con lágrimas de legítimo sufrimiento luchando por no ser presa en su última batalla y así fue como lo encontró otra vez. La criatura, el hombre, aquel esperpento lo había acorralado hasta ahí. Era muy grande, más de lo que recordaba, una corona protuberante florecía desde una cabeza emplumada y deforme que no era humana ni tampoco animal. Una lengua bífida le salía por aquello que tenía por boca y unos ojos amarillos y espeluznantes orbitaban sobre su asquerosa faz. Apéndices de otros seres le germinaban acuestas y aunque era penumbroso, vio que poseía cola y garras como un reptil descarnado que acababa de mudar la piel.

¡Alebrijes, alebrijes! Una y mil veces fue lo único que tortuoso les escuchó decir. La presencia se acercó y con ello supo que el final por fin había llegado. Contrajo todo su cuerpo hasta quedar compacto, pétreo e inmóvil. En ese instante, sintió como “él”, introdujo un filoso objeto que desgarró su piel justo por debajo de su caja torácica y en un máximo e insoportable dolor, Pedro murió.

De pronto nada. Un soberano mutis gobernó una oscura esfera en la cual ahora sentía asfixia. ¿Qué sitio le aguardaría?, ¿el cielo?, ¿el infierno?, era espantosa la zozobra pues llegó a pensar que ya había pisado los dos. ¡Alebrijes, alebrijes!, permaneció porfiado en su mente. No era importante recordar una palabra como esa antes de comprender los misterios y tribulaciones de la muerte, equiparaba a sostener un puñado de arena entre las olas del mar. Pero no podía, no quería, no lo haría. Pedro Linares no la soltó por ningún motivo, ni siquiera cuando volvió a nacer.

¡Alebrijes, alebrijes, alebrijes!

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