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El beso de sal José Carlos la vio alejarse hasta perderse en la bruma espesa de la tarde noche; aún la cubría el abrigo azul que le había prestado, y sus ojos se inundaron del salino olor que aún le quedaba en los labios. Conoció a la mujer tan solo unas horas atrás, antes de la caída del crepúsculo. Ella tenía el cabello de un color azabache, como las profundidades del mar; en su rostro los pequeños ojos brillaban en la distancia como lo hacen las pequeñas gotas de fósforo ante el oleaje en las arenas. Esos ojos le llamaron tanto la atención a José Carlos como si de un embrujo marino se tratara. La chica parecía tan irreal que, ante la imagen que descuidadamente había aparecido junto a él mientras limpiaba la embarcación, se talló los ojos con los puños. Él volvía de una salida al mar abierto, y cruzando la bahía sonrió al observar a un pequeño grupo de vaquitas marinas que nadaban libres acercándose a su embarcación. Eran tan pocas ya, que no pudo disimular su ternura al acar